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Efemérides de San Fernando de Henares. 8 de abril. Muere José de Carvajal y Lancaster

 8 de abril de 1754

Muere José de Carvajal y Lancaster

Seguramente es el personaje más importante en la historia de San Fernando de Henares, él fue quien un año antes de la compra por parte de la Corona de Torrejoncillo, había arreglado la presa en el río Jarama, lo vio claro desde un principio, un sitio ideal para montar su fábrica de paños y lo consiguió, no sabemos cuál fue la mano que ayudó a Felipe V a estampar su firma en la compra. Antes construyó una real fábrica en su tierra.

Seguramente si no hubiese muerto, la Real Fábrica de Paños no se hubiese ido a Vicálvaro, era un auténtico propulsor de las ideas de la Ilustración.

Con su muerte, también desequilibró ese enfrentamiento con el Marqués de la Ensenada y que ocasionó también su caída.

Un impulsor de la Real Fábrica de Paños de San Fernando que ha sido poco reconocido en el municipio. Apoyó a Teodoro Ventura de Argumosa, aunque éste cuando vio asegurada la Superintendencia de las tres fábricas de paños, dejó caer la de San Fernando y se fue a Guadalajara que es lo que siempre había buscando, incluso antes de ser nombrado Gobernador del Real sitio de San Fernando.

Recordemos que su primera mujer fue la hija del barón Ripperdá, que fuera dos años director de la fábrica de paños de Guadalajara, y en sus viajes por Europa fue becado por la Corona y estaba destinado a ser el futuro director de la fábrica de Guadalajara, al final, lo consiguió.




Carvajal y Lancaster, José de. Cáceres, 16.III.1698 – Madrid, 8.IV.1754. Grande de España, estadista, diplomático y ministro.


Nació en el seno de una ilustre dinastía extremeña.


Su padre, Bernardino de Carvajal y Vivero Moctezuma, III conde de la Enjarada, y su madre, Josefa de Lancáster (o Alencastre) y Noroña, pertenecía a una familia heredera de los títulos ducales de Abrantes y Linares. José era el sexto de los nueve hijos del matrimonio, que se criaron en un ambiente austero y profundamente religioso que favoreció entre ellos una fuerte cohesión fraternal. Las tres hermanas de José fueron religiosas en Madrid y dos de sus hermanos, sacerdotes: uno rechazó el obispado de Jaén, y el otro aceptó el de Cuenca, donde se distinguió por su apoyo a los jesuitas. Otros dos hermanos abrazaron la carrera militar: el primogénito, Juan, duque de Abrantes, llegado a teniente general, rehusó el virreinato de Nueva España (1742) y se retiró a vivir en Cáceres; Nicolás, igualmente teniente general, fue coronel del Regimiento de Reales Guardias de Infantería.


Estos dos fueron los únicos que contrajeron matrimonio.


Por su parte, José emprendió la carrera de letrado.


Cursó casi todos sus estudios universitarios en Salamanca, en el Colegio Mayor de San Bartolomé el Viejo (1717-1727). Después de varios e infructuosos intentos, obtuvo una plaza de oidor en la Chancillería de Valladolid (8 de agosto de 1729), llegando a oidor decano y presidente de una de las salas civiles de ella. Casi rayaba en los cuarenta años cuando consiguió el nombramiento para uno de los dos puestos recién creados de oidores en el Consejo de Indias (27 de enero de 1738). Su cultura jurídica y su capacidad de trabajo llamaron la atención del conde de Montijo, presidente de este Consejo, quien le ascendió a una plaza supernumeraria de la Cámara para evitar que se pasase al Consejo de Castilla (29 de abril de 1740). Cuando el mismo Montijo salió de embajador extraordinario a la Dieta electoral de Frankfurt, se llevó a Carvajal con el título de segundo embajador, especialmente encargado de documentar las pretensiones españolas a la sucesión de Austria. Del 29 de enero al 13 de marzo de 1731, los dos hombres se detuvieron en París: única oportunidad que tuvo Carvajal de tomar contacto con la Corte de Luis XV, a quien fue presentado. Después de la elección imperial en Frankfurt (24 de enero de 1742), las relaciones entre ambos se agriaron y Carvajal obtuvo el permiso de volver a Madrid, adonde llegó en julio.


En la capital supo congraciarse con el ministro Campillo, quien le pidió varios informes sobre los negocios de Indias y le nombró gobernador interino del Consejo de Indias, con facultades necesarias para regirlo durante la ausencia del presidente (23 de octubre de 1742). La inesperada muerte de Campillo (10 de abril de 1743) y el regreso de Montijo (12 de febrero de 1744) pusieron trabas al ascenso de Carvajal, quien quedó apartado de la dirección del Consejo, conservando sólo su título de gobernador, pero sin ejercicio ni autoridad. Sin embargo, ya había tomado sus medidas para prevenirse contra semejante eventualidad. Su colaboración con el ahora difunto Campillo le había servido para arrimarse al sucesor de éste, el marqués de la Ensenada, quien, aún poco enterado de los asuntos de América, siguió encargándole muchos informes. También le consultaba a menudo sobre temas de industria y comercio, mostrándose tan satisfecho de su trabajo que le impulsó a la presidencia de la Junta General de Comercio (24 de enero de 1746), primer puesto “político” de Carvajal.


Fue probablemente durante los dos últimos años del reinado de Felipe V cuando se formó, alrededor de Ensenada, una red o un grupo de presión, de contornos aún mal definidos, donde se agrupaban a la vez los partidarios de un cambio de equipo (echando a los hombres de la reina Farnesio) y los defensores de reformas más radicales no sólo políticas, sino también económicas, sociales y culturales. Aunque, por ser ministro, Ensenada no aparecía en un primer plano, sus amigos se movían mucho: el duque de Montemar, el conde de Valdeparaíso, la familia de Alba (íntima de Carvajal) y, por supuesto, el mismo Carvajal al que se le consideraba un poco como el coordinador, sobre todo desde que había logrado establecer contactos secretos con los príncipes de Asturias, los futuros Reyes. Además, de todo ese grupo era el único que, al parecer, tenía una idea bastante precisa de lo que se proponía poner en práctica. Su Testamento político, redactado en 1745, tenía visos de programa de gobierno.

Preconizó una serie de medidas económicas con vistas a restaurar la prosperidad y la grandeza del reino, y para conseguir un propósito tan ambicioso, juzgó imprescindible disponer de un largo período de paz, lo que suponía la liquidación de la guerra en curso y la revisión del sistema tradicional de alianzas de España: hacía falta distanciarse de Francia y aproximarse a Portugal, Austria e Inglaterra.

La subida al trono de Fernando VI (9 de julio de 1746) hizo de la Corte de Madrid un hervidero de intrigas.


Poco inteligente, indeciso, atormentado por escrúpulos enfermizos que su esposa se esforzaba por aquietar, el nuevo soberano parecía incapaz de fallar entre los hombres del reinado pasado y los reformadores.

En el número de éstos, Carvajal continuaba en su papel de consejero secreto de los Reyes y a él se deben probablemente, con la consolidación de Ensenada un momento amenazado, los nombramientos para varios puestos clave: Vázquez Tablada, un antiguo compañero de Valladolid, a la gobernación del Consejo de Castilla; los duques de Huéscar y de Sotomayor, a las embajadas de París y Lisboa; el marqués de la Mina, al mando del Ejército de Italia. No por eso cejaban sus adversarios y pugnaban por asegurarse el control del Rey, apartando del gobierno a la Reina, cuya influencia temían. En esta coyuntura, el embajador de Portugal, muy adicto a la Soberana, su compatriota, decidió intervenir y le sugirió nombrar a Carvajal en sustitución del primer secretario de Estado Villarías, cabecilla de los oponentes al cambio. La Reina, el inquisidor general y el gobernador del Consejo de Castilla arrancaron el consentimiento del Rey; los jesuitas, el de Carvajal, aunque éste rehusó el título de secretario de Estado, que juzgaba inferior a su alcurnia. Por tanto, un Real Decreto le confirió el puesto de ministro de Estado y decano del Consejo, con la dirección exclusiva de los asuntos exteriores y amplias facultades para el fomento de la economía (4 de diciembre de 1746). En los meses posteriores siguió acumulando cargos y honores: gentilhombre de cámara (1747), superintendente de postas y correos (1747), gobernador del Consejo de Indias con ejercicio (1748), más tarde caballero del Toisón de Oro (1750). Apenas instalado en el poder, el nuevo ministro tomó o inspiró unas medidas espectaculares como fueron la sustitución del confesor francés del Rey por otro jesuita, español, el padre Rávago, antiguo confesor de Carvajal en Valladolid (16 de abril de 1747), y el confinamiento en San Ildefonso de la Reina madre, Isabel de Farnesio (23 de julio de 1747), con lo cual su favor pareció tan acreditado que corrió la voz de que iba a convertirse en primer ministro.

Muy distinta era la realidad y, para entenderla, es preciso escudriñar la personalidad del ministro. Soltero de cuarenta y ocho años, honrado, íntegro, muy religioso, tenía un trato frío, seco, a veces brusco y tajante (sus amigos le apodaban el Tío no Hay Tal).

Amigo incondicional de la verdad, huía de cualquier cumplido, aun inocente, que pudiera afectarla. No sólo despreciaba abiertamente a un Farinelli, sino que ni siquiera se tomaba la molestia de agradar a sus amos a quienes quería y necesitaba. De una inteligencia mediana, laborioso en extremo, sujeto de vastísima lectura, trabajaba sin parar, pero a solas: asombra la increíble cantidad de documentos escritos de su mano que se conservan en los archivos. A pesar de carecer de experiencia práctica en muchos de los negocios que se le habían encomendado, no se fiaba de nadie y hacía poco caso de los consejos ajenos. En la pintura de estos rasgos coinciden casi todos los contemporáneos y no los desmiente el ministro cuando él mismo se retrata así: “Más es mi meditación que mi entendimiento. Soy rígido en los dictámenes y tenaz, y no es por vanidad sino es que no puedo acallar en mi interior las punzadas de lo que entiendo sinrazón.

Mi modo de disputar es asperísimo y hecho a perder mi razón si logro tenerla”.

Tales características contrastaban totalmente con las de Ensenada, hombre fastuoso, atento, abierto, insinuante, pródigo en alabanzas y experto en ganar amigos, pero también hombre de terreno, curtido en los negocios y jefe de cuatro departamentos ministeriales.

Aunque en un principio ambos se apoyaron mutuamente y anduvieron de acuerdo en el designio de restaurar la Monarquía a su antiguo esplendor, no tardaron en discrepar sobre la manera de conseguirlo, y la imbricación de sus respectivas competencias multiplicó las ocasiones de conflicto entre ellos. En el terreno diplomático, que normalmente dependía de Carvajal, su colega terció varias veces. En el campo económico, serios enfrentamientos opusieron al secretario de Estado de Hacienda y al presidente de la Junta de Comercio. Sobre los problemas de América se produjeron también desavenencias entre el secretario de Estado del ramo y el gobernador del Consejo de Indias. En semejante coyuntura cabe preguntarse si la conocida rivalidad entre los dos ministros no procedía más bien de tantos desacuerdos acumulados que de la tan decantada, y supuesta, anglofilia del uno y francofilia del otro. Sea lo que fuere, parece evidente que estas tensiones perjudicaron no poco el buen funcionamiento de un gobierno que el Rey católico no era capaz de regular.

Dentro de este contexto, la política exterior constituye la parte más conocida de la actuación de Carvajal.

Tuvo primero que acabar con la guerra emprendida en el reinado anterior, aunque cambiando el orden de prioridades entonces vigente: los problemas de Gibraltar y Menorca, del asiento de negros pasaban a primera línea; el establecimiento del infante Felipe, a segunda. Pero Francia, haciendo caso omiso de estas pretensiones, firmó con los aliados, sin participación de España, el Tratado de Aquisgrán (1748) por el que la Corte de Madrid sólo obtenía un modesto establecimiento para el infante. Este procedimiento hirió hondamente a Fernando VI y a su ministro, quien se confirmó en su desconfianza hacia Francia. Por tanto, puso buen cuidado en tenerla fuera de sus proyectos políticos, que se inspiraban en su Testamento político.

Su primera iniciativa, entonces avalada por Ensenada, fue la negociación con el embajador portugués y la firma del Tratado de Madrid (5 de enero de 1750), que fijaba los límites entre las posesiones españolas y portuguesas en la América meridional: a cambio de la Colonia del Sacramento, España cedía una importante parte del Uruguay oriental, incluidas unas misiones jesuíticas cuyo traslado se preveía.

El tratado tuvo mala suerte. Al cabo de pocos meses, un nuevo ministro lusitano, Carvalho, puso trabas a su ejecución, al mismo tiempo que los jesuitas de las misiones y sus indios se oponían a la operación. Profundamente decepcionado por la actitud de la Compañía de Jesús, muy afectado por la difícil aplicación del acuerdo, Carvajal murió antes de haberse atrevido a dar cuenta al Rey.

Con el nuevo enviado británico Keene, del que se hizo rápidamente amigo, Carvajal emprendió otra negociación encaminada a solucionar los puntos litigiosos pendientes entre ambos países. Se llegó a firmar un tratado en Madrid (5 de diciembre de 1750) por el que Gran Bretaña renunciaba al asiento de negros y navío de permiso mediante el pago de 100.000 libras esterlinas y la confirmación de antiguas ventajas comerciales. Este tratado manifestaba claramente la nueva independencia de España con respecto a Francia, ya que a ésta se le informó sólo después de la conclusión.


Para Carvajal se trataba de una primera etapa en el camino de una posible alianza entre las Cortes de Londres y Madrid, pero aunque se prosiguieron las conversaciones, sus esperanzas quedaron defraudadas por la negativa del Gobierno inglés a discutir sobre una eventual devolución de Gibraltar y Menorca y por la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre el problema del contrabando en América y la evacuación de los establecimientos ingleses en la bahía de Honduras.

En Italia, ya abandonada la política de conquistas, Carvajal se propuso organizar un sistema de neutralidad que asegurase la tranquilidad de los infantes allí implantados. 


Apoyado por Inglaterra, firmó con Austria y Cerdeña el tratado de Aranjuez (14 de junio de 1752) que respondía a sus objetivos. Una vez más se esperó a la conclusión para informar a Francia, en donde se calificó al ministro de “Quijote político del que las cortes de Viena, Londres y Cerdeña se burlan a expensas de España”. El éxito italiano de Carvajal fue, sin embargo, empañado por la resistencia de los infantes de Nápoles y Parma a acceder al tratado y aún más por la conclusión, a sus espaldas, de un concordato con la Corte de Roma (11 de enero de 1753), negociado allí por un agente de Ensenada.


Por esa época precisamente fue cuando se produjo una ofensiva diplomática francesa, que se alargaría más allá de la muerte del ministro. Muy consciente del deterioro de las relaciones hispano-francesas, particularmente preocupante en el caso cada vez más probable de un conflicto franco-británico, la Corte de Versalles decidió enviar de embajador a Madrid a un sujeto de alta categoría, el duque de Duras: con mucho tiento había de intentar restablecer la armonía entre las Cortes borbónicas y hacer volver a España a la alianza francesa. 


Pero, sin tener en cuenta los consejos de prudencia, el joven e impetuoso diplomático quiso quemar etapas y propuso a Carvajal negociar con él un tratado defensivo que hiciera patente a los enemigos de la casa de Borbón la solidaridad existente entre sus dos ramas. Mas ni Fernando VI ni Carvajal tenían la menor intención de renunciar a su política de independencia y equilibrio. Después de agrios debates, salpicados de reconvenciones y amenazas, el ministro no tuvo más remedio que declarar por escrito a Duras que su amo consideraba inútil y hasta inoportuno un nuevo tratado, ya que bastaban los vínculos familiares para llevarle a socorrer a su primo si aquél se encontraba “oprimido de sus enemigos” (14 de noviembre de 1753): postura que coincidía con la expuesta por Carvajal en sus Pensamientos, redactados hacia la misma época. Puesto al corriente, el embajador inglés reconoció con satisfacción que las expresiones de Carvajal eran tan vagas que “podrían haberse dirigido sin escrúpulos al Gran Turco en persona”.

Intentó además aprovecharse de la coyuntura para incitar a España a desprenderse por completo de la tutela francesa, uniéndose por otro tratado a Gran Bretaña y Austria, a lo que se negó Carvajal en conformidad con su constante pauta política, así resumida por Keene: “España no ofenderá a ninguna gran potencia ni se juntará con ella, sino que se estará a la espera de los acontecimientos y entonces tomará lentamente su partido”. Así quedó en cierto modo prefigurado el sistema de neutralidad vigilante que, ya muerto Carvajal, mantuvo Fernando VI.


A la hora de evaluar en su conjunto la política exterior realizada por Carvajal, parece difícil llegar a un balance equitativo. Por una parte, es verdad que supo regularizar las relaciones de España con Portugal y Austria, que sacó al país de la órbita de Francia, y mejoró notablemente el ambiente de las relaciones con Inglaterra. Pero por otra parte, con excepción de la neutralización de Italia, acumuló bastantes fracasos: se empantanó el Tratado de Límites, se hicieron tirantes las relaciones con Francia y, sobre todo, se malogró la esperanza de llegar a un acuerdo con Inglaterra sobre Gibraltar, Menorca y América, frustrándose así el sueño de una posible alianza. En resumidas cuentas, si bien es evidente que Carvajal no pudo alcanzar plenamente ninguno de sus objetivos, no es menos cierto que, suponiendo razonables sus miras, le faltó tiempo, medios adecuados y el apoyo de un gobierno unido.


Otros aspectos de la actividad pública de Carvajal quizás hayan quedado relegados a un segundo plano por su muy visible papel en la política exterior de la Monarquía, pero su dedicación a ellos fue de tanta o más importancia en su opinión, como eran la cultura y sobre todo el desarrollo industrial y comercial del país. Así, tuvo una participación eficaz en la creación o el funcionamiento de los centros oficiales que eran las academias. 


Asociado desde 1746 a los trabajos preparatorios de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, se convirtió en su protector oficial cuando se estableció por decreto (12 de abril de 1752); también fue director de la Real Academia Española (13 de mayo de 1751) y por su departamento pasaron las aprobaciones y estímulos concedidos a varias academias del país (Barcelona, Sevilla, etcétera.).

Por otro lado, conviene destacar su interés nada corriente por los archivos del reino. 


Proyectaba localizarlos, clasificarlos, hacer inventarios de ellos, particularmente los de las administraciones públicas o instituciones privadas. Empezó por crear una comisión general para la investigación y copia de los documentos más importantes para la historia eclesiástica y civil de España (3 de marzo de 1750), siendo uno de sus cometidos reunir los que pudieran fundar las pretensiones españolas en los debates acerca del Patronato Real. 


La dirección y la coordinación de los trabajos efectuados en los archivos públicos, eclesiásticos, municipales y otros de varias ciudades se confiaron a un jesuita, el padre Burriel, quien desde Toledo, donde residía, siguió correspondiendo con el ministro hasta la muerte de éste.


La preocupación de Carvajal por la industria y el comercio parece remontarse a su llegada a Madrid.


Ya es patente en su Testamento político. Se oficializó por su nombramiento para la presidencia de la Junta de Comercio y se confirmó por su promoción al Ministerio de Estado, cuyo decreto le concedió extensos poderes para el adelantamiento de las fábricas, el comercio y el fomento de “cualesquiera proyectos [...] nuevas plantas o mejor reglamento de las anteriores”.


Sus competencias aumentaron aún más, cuando a la Junta de Comercio se le incorporaron las de las Minas (3 de abril de 1747) y de dependencias de extranjeros (21 de diciembre de 1748). Dotado de tantas atribuciones, Carvajal tenía poca experiencia práctica en materia económica, aunque sí bastantes conocimientos teóricos sacados de sus inmensas lecturas. 


Se había entusiasmado en particular, de manera algo ingenua, por los autores mercantilistas cuyas recetas adoptó y se empeñó en aplicar sin acceder a ponerlas nunca en tela de juicio. Además, quiso emprenderlo todo a la vez y lograr resultados rápidos. Su idea predominante era desarrollar las fábricas y el comercio por medio de compañías de comercio privilegiadas, de las que el Rey sería accionista. 


Así nacieron las Reales Compañías de comercio y fábricas de Extremadura (22 de mayo de 1746), de Zaragoza (27 de julio de 1746), de Sevilla (7 de agosto de 1747), de Granada (20 de agosto de 1747), de Toledo (10 de enero de 1748). 


Paralelamente se creaban las Reales fábricas de paños de San Fernando de Henares (1746-1749) y de Brihuega (1749) y la de seda de Talavera de la Reina (1749), mientras el ministro no dejaba de alentar las fábricas de anterior fundación, como las de Guadalajara. 


Desde un principio fueron enormes los problemas planteados por esta política: escasez de dinero, falta de mano de obra, sobre todo cualificada, vivas protestas de los industriales perjudicados por las ventajas concedidas a las empresas estatales. A propósito de estas cuestiones, más que sobre las de política exterior, se produjeron los enfrentamientos más enconados entre Carvajal y Ensenada.


 Éste arrancó al Rey un decreto que suprimía gran parte de las exenciones otorgadas a las compañías privilegiadas (24 de junio de 1752). A ese golpe que le apuntaba directamente, Carvajal contestó con una larga representación (16 de agosto de 1752) que dio lugar a otro decreto que restablecía las ventajas abolidas el año anterior (30 de marzo de 1753): esta época señala el punto culminante de la lucha entre los dos ministros. Sea como fuere, la política económica de Carvajal resultó un fracaso, ya subrayado por un analista contemporáneo: “Se gastó mucho y se inutilizó todo, y lo mismo sucedió en casi todo lo que emprendió, no por defecto de su amor y celo [...], sino por no confiar de nadie y quererlo hacer todo por sí, por lo cual fue desgraciada su conducta y en nada tuvieron acierto ni efecto sus buenos deseos”.


Al ponderar los resultados de la política tanto interior como exterior del ministro, hace falta reconocer que quedaron incompletos y algo decepcionantes, sobre todo con relación a los fines que se había propuesto.


Aunque se apuntó unos contados éxitos, por otra parte cosechó muchos reveses que a lo mejor, con más tiempo y en un contexto más favorable, hubieran podido remediarse. De todos modos, cuando en la mañana del 8 de abril de 1754 Carvajal falleció casi súbitamente en su cuarto del Buen Retiro, el pesar fue unánime. Los Reyes vertieron lágrimas en público, Francia manifestó su respeto a un político “de mucha honradez” y el embajador inglés, lamentando la desaparición “del mejor hombre y amigo a quien he conocido” no dudó en añadir: “El mundo no ha criado a un hombre más verdadero, más honrado, de más nobles sentimientos que el difunto ministro”.


Todos estos comentarios, si bien rinden un homenaje marcado a la personalidad y a las cualidades humanas de Carvajal, no aluden para nada a su balance ministerial. A este respecto, sólo se pudo leer en la necrología oficial publicada en la Gaceta de Madrid del 16 de abril: “Estableció la buena correspondencia de nuestra Corte con las extranjeras, aseguró la paz y promovió las Artes con singular atención al bien de la monarquía y a la gloria del Rey”.



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