La misión de desinfección que van a realizar los paracaidistas hoy es clave. Se rumorea que la carga viral del enorme inmueble con 180 habitaciones y 200 residentes es elevada. El subteniente Carlos Infante, el veterano especialista en defensa NBQ (nuclear, biológica y química) que dirige la operación, se lía su primer pitillo de la mañana y profiere a su gente con voz queda: “Vamos a esperar a que los viejecitos terminen de desayunar, que luego les confinen en el comedor de cada planta y entramos. Esto es muy grande. Aquí tenemos para doce horas”. Un goterón le empapa el cigarrillo. Y mira al cielo.
A esta primera hora de la mañana otros destacamentos de las grandes unidades militares que rodean Madrid han salido a la calle para realizar la misma misión: descontaminar residencias de ancianos. Llevan más de 2.000. Una misión de alto riesgo. Lo saben. Y lo hacen todos los días. “Que si tenemos miedo a pillar el virus? Para nada. Lo que estamos haciendo representa la solidaridad más elemental. Si no, para qué estamos”, profiere un joven paraca.
Una treintena de militares de la Brigada Paracaidista de Alcalá de Henares, a las afueras de Madrid, llegan con sus equipos NBQ (defensa nuclear, biológica y química) para descontaminar una residencia de personas mayores. CARLOS SPOTTORNO
Desde el extrarradio de Madrid se han comenzado a organizar desde la madrugada otros convoyes de vehículos con tropas y material de descontaminación que atravesarán la fantasmal ciudad deteniéndose en los semáforos. La Brigada Guadarrama XII, acantonada en El Goloso, dotada de carros de combate Leopard y cañones que alcanzan 30 kilómetros, tiene hoy entre sus cometidos desinfectar recintos de ancianos en Colmenar Viejo y Galapagar. Y la Unidad Militar de Emergencias (UME), aquel vituperado invento de Zapatero, que desde 2005 se enfrenta a las catástrofes por tierra, mar y aire en toda España y salva vidas, emprende a la misma hora su marcha en dirección a Alpedrete y San Sebastián de los Reyes. Y suma y sigue. Los militares desinfectan una media de 200 residencias al día. Las peticiones son continuas. En todos los puntos de esta ciudad asolada, los militares transportan a enfermos y centenares de muertos; construyen hospitales de campaña y campamentos para los sin techo; trabajan en Ifema; patrullan ciudades solos y junto a la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía e intentan, “proteger, ofrecer seguridad y generar confianza”. En otros puntos del país, además, custodian infraestructuras críticas (como las centrales nucleares), impermeabilizan fronteras y aerotransportan material sanitario y españoles atrapados en el exterior. Limpian y patrullan hospitales, aeropuertos, estaciones y edificios públicos y suministran agua y alimentos. Incluso han movilizado barcos de proyección de tropas para convertirlos en hospitales flotantes.
Cerca de tres centenares de los efectivos de las Fuerzas Armadas ya han contraído el virus. Trabajan sin horarios. Comen cuando pueden. Están en primera línea. “Estamos aquí para ayudar; es un buen momento para que los españoles vean de lo que somos capaces y qué hacemos con sus impuestos; el apoyo a las autoridades civiles está en nuestro plan anual de adiestramiento, y ya sabe, se lucha como se entrena”, explica el general Rafael Colomer, jefe de la brigada acorazada Guadarrama XII, mientras controla en tiempo real el despliegue de 1.300 de sus soldados y 300 vehículos desde el TOC (Centro de Operaciones tácticas) de su cuartel, con las paredes empapeladas con mapas de Madrid, y se mantiene en continuo contacto con el Palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, en Cibeles, donde se asignan diariamente a las unidades del ejército de Tierra de toda España sus cometidos. Durante el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, esta brigada Guadarrama XII de El Goloso (que pertenecía a la famosa división acorazada Brunete) tenía la misión de ocupar Madrid y fumigar la democracia. Era la discípula predilecta del golpista Milans del Bosch. Cuarenta años después, esta mañana gris, sus vehículos salen a la calle para apoyar a los ciudadanos, Y llegar hasta donde otras administraciones no llegan. Limpiando, construyendo, transportando o patrullando. Con el fusil o la bayeta. La teniente Elvira Barbasán, que no ha cumplido aún los 30 y ya manda a un centenar de artilleros, está feliz con ese trabajo pero no altera mientras habla su posición de firmes: “Lo mejor de todo esto es permanecer junto a los españoles en estos momentos tan duros; interactuar con ellos, ser útiles, que lo vean y lo tengan claro. Y es algo que a los militares no nos ocurre muy a menudo y es muy gratificante. Los ciudadanos saben poco de nosotros. Y es una ocasión para darnos a conocer”.
Desde el extrarradio de Madrid se han comenzado a organizar desde la madrugada otros convoyes de vehículos con tropas y material de descontaminación que atravesarán la fantasmal ciudad deteniéndose en los semáforos. La Brigada Guadarrama XII, acantonada en El Goloso, dotada de carros de combate Leopard y cañones que alcanzan 30 kilómetros, tiene hoy entre sus cometidos desinfectar recintos de ancianos en Colmenar Viejo y Galapagar. Y la Unidad Militar de Emergencias (UME), aquel vituperado invento de Zapatero, que desde 2005 se enfrenta a las catástrofes por tierra, mar y aire en toda España y salva vidas, emprende a la misma hora su marcha en dirección a Alpedrete y San Sebastián de los Reyes. Y suma y sigue. Los militares desinfectan una media de 200 residencias al día. Las peticiones son continuas. En todos los puntos de esta ciudad asolada, los militares transportan a enfermos y centenares de muertos; construyen hospitales de campaña y campamentos para los sin techo; trabajan en Ifema; patrullan ciudades solos y junto a la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía e intentan, “proteger, ofrecer seguridad y generar confianza”. En otros puntos del país, además, custodian infraestructuras críticas (como las centrales nucleares), impermeabilizan fronteras y aerotransportan material sanitario y españoles atrapados en el exterior. Limpian y patrullan hospitales, aeropuertos, estaciones y edificios públicos y suministran agua y alimentos. Incluso han movilizado barcos de proyección de tropas para convertirlos en hospitales flotantes.
Cerca de tres centenares de los efectivos de las Fuerzas Armadas ya han contraído el virus. Trabajan sin horarios. Comen cuando pueden. Están en primera línea. “Estamos aquí para ayudar; es un buen momento para que los españoles vean de lo que somos capaces y qué hacemos con sus impuestos; el apoyo a las autoridades civiles está en nuestro plan anual de adiestramiento, y ya sabe, se lucha como se entrena”, explica el general Rafael Colomer, jefe de la brigada acorazada Guadarrama XII, mientras controla en tiempo real el despliegue de 1.300 de sus soldados y 300 vehículos desde el TOC (Centro de Operaciones tácticas) de su cuartel, con las paredes empapeladas con mapas de Madrid, y se mantiene en continuo contacto con el Palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, en Cibeles, donde se asignan diariamente a las unidades del ejército de Tierra de toda España sus cometidos. Durante el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, esta brigada Guadarrama XII de El Goloso (que pertenecía a la famosa división acorazada Brunete) tenía la misión de ocupar Madrid y fumigar la democracia. Era la discípula predilecta del golpista Milans del Bosch. Cuarenta años después, esta mañana gris, sus vehículos salen a la calle para apoyar a los ciudadanos, Y llegar hasta donde otras administraciones no llegan. Limpiando, construyendo, transportando o patrullando. Con el fusil o la bayeta. La teniente Elvira Barbasán, que no ha cumplido aún los 30 y ya manda a un centenar de artilleros, está feliz con ese trabajo pero no altera mientras habla su posición de firmes: “Lo mejor de todo esto es permanecer junto a los españoles en estos momentos tan duros; interactuar con ellos, ser útiles, que lo vean y lo tengan claro. Y es algo que a los militares no nos ocurre muy a menudo y es muy gratificante. Los ciudadanos saben poco de nosotros. Y es una ocasión para darnos a conocer”.
El segundo paso de la descontaminación consiste en desinfectar cada objeto, mueble y rendija con mochilas aspersoras de diez litos de hipoclorito de sodio. El aire se hace irrespirable. CARLOS SPOTTORNO
Su jefe, el general Colomer, relata como uno de sus regimientos acantonado en Barcelona está descontaminando edificios públicos en Cataluña, desde aeropuertos a comisarías. Y en el País Vasco hay trabajando miembros de otras unidades. Como la unidad NBQ de Valencia. “Y no ha habido ni un solo problema. El feed back diario es extraordinario. Estamos donde se nos solicita”.
Cada una de esas unidades militares activada en toda España (8.000 soldados a diario de los que 3.000 son profesionales sanitarios militares repescados incluso del retiro), está representada por un icono en el enorme mapa electrónico que cubre una pared del Centro de Operaciones Conjunto, en la base de Retamares, al oeste de Madrid. Hoy 400 misiones en marcha. Estamos en el centro neurálgico desde el que se conduce, dirige y monitoriza la Operación Balmis, es decir, la participación de las Fuerzas Armadas en la crisis del coronavirus. Este JOC (Joint operation Center, en la jerga de la Otan) ofrece la apariencia de una sala de cine en semi penumbra. El frontal de la sala está ocupado por pantallas con datos que se actualizan continuamente. En torno suyo, en gradas, oficiales de los tres ejércitos permanecen absortos en sus ordenadores. Son expertos en operaciones, logística e inteligencia. En la parte superior del anfiteatro tres generales y un capitán de navío reciben toda la información y toman las decisiones. Hay también uniformes de la Guardia Civil, el Cuerpo Nacional de Policía, Protección Civil y la UME. Y oficiales de enlace con los ministerios delegados por el Presidente para la gestión del estado de alarma: Sanidad, Defensa, Interior y Movilidad. “Esto es pura coordinación”, explica un oficial de la Marina, “somos como un buzón, tenemos información de lo que se necesita en cada lugar de España en cada momento y sabemos qué unidad militar lo puede hacer por proximidad y competencia. Y cruzamos esos datos. Cada unidad sabe con 24 horas de antelación lo que tiene que hacer al día siguiente”. En este centro de situación se trabaja en turnos de 12 horas, pero el JOC no para durante los 365 días del año. Desde esta sala también se controla el espacio aéreo, marítimo y terrestre de España. Y las operaciones militares en el exterior, en la que participan 3.000 soldados españoles (algunos de ellos también contagiados. En un lateral, un puñado de relojes electrónicos marcan el huso horario de cada territorio donde hay desplazados militares españoles, ya estén navegando o en Líbano o Irak.
A las ocho de la mañana se lleva a cabo en esta sala con precisión matemática la “actualización de operaciones”, en la que cambia el jefe de turno (un oficial superior) y transmite el “punto de situación” al oficial que lo releva y al teniente general jefe del Mando de Operaciones, Fernando López del Pozo, el encargado de ejecutar Balmis. Especialista en emergencias, ataviado su uniforme de campaña, lucha con su mascarilla, que no deja deslizarse de su nariz. Todos los oficiales del JOC la llevan. Y guantes de látex. Y mantienen con disciplina castrense la distancia de seguridad. Un teniente coronel advierte continuamente al periodista que no se acerque a él. “Ni usted ni yo podemos ponernos malos”.
Centro Conjunto de Operaciones (JOC), en la base de Retamares, a las afueras de Madrid. Desde aquí se dirige toda la Operación Balmis, la participación de 8.000 militares contra el coronavirus, ciudad a ciudad, soldado a soldado, en tiempo real. CARLOS SPOTTORNO
Desde que se publicó el viernes 13 de marzo el Real Decreto el Real Decreto que declaraba el estado de alarma, quedó activado este Centro de Operaciones por orden de la ministra de Defensa, Margarita Robles. “A primera hora del sábado 14 tuvimos una reunión del Grupo de Planeamiento para poner en marcha toda la operación”, explica uno de los asistentes a la misma, el coronel Juan Bustamante. “De esa reunión salió un plan de operaciones, un dossier breve, en el que se contemplaban las necesidades de los ministerios de Sanidad, Defensa, Interior y Movilidad, y cómo podíamos apoyarles. Al final de la reunión, uno de los presentes, un capitán de fragata, sugirió bautizarla como Balmis, un médico militar que a comienzos del XIX organizó una expedición de varios años por todo el planeta para extender la vacuna de la viruela. Encajaba. Esta es una misión militar de apoyo a la población civil. Pura gestión de crisis. En solo 48 horas, el lunes 16, estábamos en la calle. Con Madrid como objetivo prioritario. Y los soldados patrullando las estaciones de metro y ferrocarril”.
No partían de cero. “Somos unos pesados; los militares tenemos un plan para todo”, explica un oficial del Mando de Operaciones. Este órgano, desde el que se dirigiría una guerra en la que participara España, tiene la ventaja de contar con una estructura permanente para conducir operaciones y el soporte teórico de una veintena de “planes de contingencia”, elaborados por un centenar de analistas de su estado mayor, que se actualizan cada año. Ahí se contemplan las distintas y posibles situaciones contra la seguridad del Estado, desde los conflictos de alta intensidad, hasta una amenaza terrorista o una catástrofe natural. Y cuando esa contingencia se presenta, se abre el sobre lacrado y la respuesta se pone en marcha. En esta ocasión, además, la contingencia estaba prevista en la Estrategia de Seguridad Nacional 2017, elaborada por la Administración Rajoy, que incorporaba como un posible desafío, “las pandemias y epidemias”. El responsable del Mando de Operaciones comenta que cuando se previó esa hipótesis, se estaba pensando en la epidemia de ébola de 2014 (que solo provocó una víctima mortal en España, pero 12.000 en África, y sigue pendiendo como una espada de Damocles sobre la humanidad), “no en algo como el coronavirus. Esto es excepcional. Pero estamos respondiendo día a día y ayudando a los colectivos más desfavorecidos, explica el general López del Pozo.
“Vamos María termínese la leche y la magdalena que van a venir los policías a ayudarnos”, apremia una enfermera de la residencia de Alcalá de Henares donde aguardan para entrar los paracaidistas a una octogenaria que desayuna con parsimonia en su cuarto delante de la televisión. Una residencia de ancianos es un hogar de pequeños hogares. Cada habitación atesora los recuerdos más íntimos de sus moradores. Sus posesiones sentimentales. Hay viejas fotos en blanco y negro, abanicos enmarcados, dibujos infantiles y estampas religiosas. Y sobre el lavabo el perfume que le regalaron los nietos esta navidad. Una de las habitaciones parece un palacete con candelabros de plata y un sillón de terciopelo rojo y otra, blanca y desnuda, la celda de un cartujo. El inquilino de esta no quiere salir al pasillo. Adopta una resistencia pasiva. Hay que convencerle. Las empleadas de la residencia han levantado las camas, abierto los armarios y baños y retirado las cortinas y alfombras. Los ancianos son confinados en el comedor de cada planta, se les cubre con mascarillas quirúrgicas y sienta en sillas separadas unas de otras. Cunde entre ellos el desconcierto. Algunos tienen expresión de pánico. La mayoría, de tristeza. Por fin, se sumen en sus pensamientos. Algunos dormitan y otros presencian desde su pecera el espectáculo de la desinfección militar sin entender nada. Una hace un gesto de aplaudir. “¡Viva España!”, dice.
Los ingenieros acaban de llegar de montar un hospital de campaña en Segovia. Hoy están en Madrid con Torrespaña de fondo, y mañana tienen que estar en Sabadell para acondicionar un polideportivo como hospital. CARLOS SPOTTORNO
El subteniente paracaidista Carlos Infante apaga su cigarrillo y pone a su gente en marcha para acometer la “descontaminación operativa”. Van provistos con recién desprecintados equipos NBQ: unos uniformes de camuflaje de un tejido técnico y correoso que les cubre herméticamente la cara, la cabeza y el cuerpo. Se lo ajustan además a las muñecas y tobillos con cinta americana. Llevan gruesos guantes y calzas de goma que les obligan a caminar como patos. Se ciñen al rostro las máscaras negras M6-87, con filtros de carbón activado, capaces de evitar la contaminación bacteriológica, química y radioactiva. Pueden beber sin retirársela con una cantimplora que parece el morro de un oso hormiguero. Cuando te la pones, la vista se empaña y la respiración se vuelve trabajosa. Cualquier esfuerzo se cuadruplica por la dificultad para absorber aire limpio. Te ahogas.
Es la sensación que tienen los paracaidistas mientras suben trabajosamente por las escaleras los cuatro pisos de la residencia. Se comunican con gestos. El procedimiento operacional NBQ implica descontaminar desde las plantas superiores hacia abajo. Y no acercarse de ninguna manera a la “zona caliente”, donde permanecen aislados los enfermos. Antes de acceder al edificio, los soldados se han desinfectado a conciencia. Se trata de que ningún patógeno entre o salga de la residencia. Cuantas veces accedan o abandonen el edificio, tendrán que repetir una farragosa operación que implica ser rociados de agua helada con lejía (“hiploclorito de sodio”, aclara un brigada), y lavarse el calzado, los guantes (que se retiran con maestría) y después las manos y la cara. Es el momento de quitarse la máscara y respirar aire fresco unos pocos minutos. Y volver dentro. “Aquí, aunque salgas a mear, te tienes que volver a descontaminar”, sentencia un paraca guasón.
El procedimiento de descontaminación de la residencia es lento y perfectamente regulado y organizado. Los soldados esparcen lejía con unos potentes nebulizadores sobre los techos y paredes, lo que crea una atmósfera irrespirable. Hay que esperar unos minutos para que la suciedad se deslice. A continuación, llega otro equipo de paracaidistas que rocían con mochilas aspersoras de diez litros de agua con lejía cada resquicio y se ceban con las camas, armarios y baños. Después llega el “comando bayeta”, que frota con fruición cada picaporte, espejo, puerta, mesa y pasamanos. La operación termina con el “comando fregona”, que se trabaja con ímpetu el suelo de la residencia. Cuarto a cuarto; pasillo a pasillo; baño a baño. El proceso termina con el secado y ventilación de la residencia. Mañana tienen otra. “Nos ha tocado esta misión y yo me la tomo como si fuera un conflicto de alta intensidad, cono una guerra contra el virus”, dice un soldado exhausto”.
Toda la labor de las Fuerzas Armadas en la crisis del coronavirus a través de la Operación Balmis es rápida, flexible y modular. Y se extiende por todo el Estado. Tiene un componente de apoyo material a las autoridades civiles y otro (menos tangible) para generar confianza y seguridad a la población. El presidente de la República Francesa, al poner en marcha una misión militar similar contra el coronavirus bautizada Resiliencia, dejó claro que esta no tenía nada que ver con la Operación Sentinelle, que combate militarmente el terrorismo islamista en el interior del país: “Resiliencia estará centrada en dar apoyo a los ciudadanos y a los servicios públicos en diálogo continuo con las autoridades del Estado”.
Esa es la clave: estar al servicio de las autoridades. Que la población se sienta segura. Patrullar con el pelotón del Teniente Ezequiel por la desierta localidad madrileña de El Escorial, donde las pisadas de una treintena de soldados de la brigada Guadarrama retumban en los viejos adoquines del monasterio, es una buena muestra de ello. No llevan fusiles, solo pistolas los oficiales y suboficiales. Desde las ventanas los vecinos les sonríen con timidez. El capitán Diego Ruiz responde saludando marcialmente. Y surge un aplauso.
Cada vez qiue los paracaidistas salen o entran a la residencia se les descontamina a conciencia. Todo está perfectamente regulado con obsesión castrense. No se saltan ni un paso del reglamento. CARLOS SPOTTORNO
¿Cuál es el objetivo de esas patrullas? Estos soldados y todos los que operan por España fueron nombrados “agentes de la autoridad” mediante el Real Decreto del estado de alarma. “Lo que no quiere decir que puedan detener o presentar denuncias, porque no son policía judicial”, explica el general López del Pozo, jefe del Mando de Operaciones. Por eso algunas de sus patrullas han comenzado a ser conjuntas con miembros de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Es una forma de incorporar a los 120.000 soldados españoles (los efectivos de la Guardia Civil son 80.000 y los del Cuerpo Nacional de Policía 65.000) a tareas de seguridad ciudadana durante esta crisis, aunque a las órdenes de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y bajo las coordenadas del ministerio del Interior. “El presidente ha buscado en la caja de herramientas del Estado y ha visto que los militares somos perfectos en un momento de catástrofe nacional, cuando está amenazada la seguridad y bienestar de los ciudadanos, porque podemos hacer de todo, llegamos a todos lados, estamos disciplinados, tenemos una estructura capilar, medios logísticos y nos atrevemos. Tenemos un catálogo completo de capacidades y muy claro hasta donde podemos llegar”, explica un alto cargo militar.
El capitán Francisco José González instaló ayer en Segovia con su unidad de Castrametación del Mando de Ingenieros de Salamanca (especializada en la construcción de campamentos militares), un hospital de campaña con capacidad para 130 camas. Hoy hace lo propio en Madrid, en el exterior del saturado hospital Gregorio Marañón. Y mañana tienen que estar en Sabadell para poner en marcha un hospital de emergencia en el polideportivo de la ciudad ante la desconfianza del Govern y el presidente Torra. El interior de las enormes tiendas Drash que montan en minutos junto al Gregorio Marañón se muestran luminosas cómodas, limpias y hasta cálidas. Aptas para reforzar al servicio de urgencias del centro médico y no tanto para albergar enfermos del virus. Dos equipos electrógenos instalados por los soldados del capitán González proveen de energía al campamento, que cuenta con climatizadores y aseos. Una breve charla con estos soldados de ingenieros muestra a gente muy joven y muy motivada. “Estamos encantados de echar una mano donde nos llamen”.
En otra punta de Madrid, a un suboficial del Ejército le han encomendado una labor más dura: el transporte de cadáveres hasta la morgue instalada en el Palacio de Hielo del distrito de Hortaleza. Con frialdad profesional relata el minucioso y estricto protocolo de triple identificación de los cuerpos y el precintado de las bolsas con cremallera y después de los ataúdes. “La clave es que no se rompa en ningún momento la cadena de custodia. Que no haya dudas. Nos ha tocado hacer esto. Y ayer desplazamos casi un centenar. Es otra forma de servir a España. Aunque nunca lo hubiéramos imaginado. Esta es la guerra de nuestra generación”.
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