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Joaquin de Luz triunfa en el Teatro Campoamor de Oviedo con Giselle

La Giselle de la Compañía Nacional de Danza (CND) tocó tierra asturiana para ofrecer la versión del clásico de los clásicos -ese título que hace y forma bailarinas-, de la mano de Joaquín de Luz, dentro del programa del festival de danza de Oviedo y como segundo título de la temporada. La función, que agotó pronto localidades, generó doble expectación: externa e interna. 




Externa porque Oviedo es carne de ballet clásico y ya se tiene muchas ganas de vida normal, aunque sea con mascarilla; e interna, porque volvía a su casa, y a su tierra, la excelente y veterana maestra repetidora Yoko Taira, quien abordó el papel de la madre de Giselle. Así que la exhibición estuvo a la altura de la expectación esperada y dejó al público con ganas de más.

Giselle es en sí mismo un título emocionante (y un imprescindible), tanto por la idea del amor romántico que de ella se tiene -que bien; para este artículo no importa tanto- como por las múltiples significaciones que de esta obra y de su partitura (importante pentagrama en el planeta danza el de Adolphe Adam) se desprenden. 

Entre ellos, uno, probablemente el que más a ras de suelo está -y que alumbra, desde distintos ángulos, pensamiento y humanismo a la vez-, es la enormidad de la idea de perdón, que nos hace preguntarnos qué es el perdón y hasta dónde se puede llegar perdonando; mejor dicho, sabiendo perdonar (algo que desde aquí se nos antoja profundamente moderno, y más en los tiempos que corren).

Esa idea de perdón está ejemplificada en el tamaño del cuerpo de una mujer, el de Ana Calderón, la Giselle de la función, que, justo antes de irse definitivamente y convertirse en espectro-hada, entrega a su amado ese máximo don a través de un objeto (en este caso, su echarpe de campesina). Es entonces cuando el espacio personal perdido por Albrecht (Anthony Pina) es vuelto a recuperar. Y aunque la obra termina con la separación, es el caballero quien se queda con el testigo de una nueva oportunidad; se queda con el lugar donde nace -que alberga- la esperanza. Así que el dramón de los dramones sigue, de algún modo, dándonos sentido y modernidad.

Porque la obra, una de cuyas lecturas más importantes es netamente literaria, el origen del cuento y el verso, es decir, aquello que polariza desde el pasado el ancestro hacia el futuro; la obra, digo, también debe verse como una vuelta a los cánones clásicos en sentido metafísico (aquí y ahora): eso que nos ofreció el elenco que estrenó en Oviedo y que también nos dieron Ana Calderón y Anthony Pina con la interpretación de sus respectivos roles.

Así que el reparto escogido para Oviedo, en el que se estrenaba, en su cumpleaños y en el rol de Myrtha, Clara Maroto (estuvo estupenda), cuajó un gran primer acto y después un mágico (y sutil) segundo -el que nos llevó al más genuino de los encandilamientos-, colgado, todo él, de una vuelta al viejo canon físico de las bailarinas de clásico: pequeñillas, delgadas, muy proporcionadas; vaya, la vuelta a la bailarina-muñeca, un detalle no poco importante. 

No en vano Joaquín de Luz es un bailarín con porte de ese tipo y ha llegado muy lejos. Ojalá se vuelvan a poner de moda, igual que las funciones de ballet con orquesta en el foso. En el Campoamor, la Oviedo Filarmonía nos brindó la delicadeza del directo de una partitura esencial del ballet canónico. Candorosamente bien.

 


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