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Robleño en Las Ventas. Destellos de torería

La estrella eran los toros de Victorino Martín, pero su luz se apagó pronto. Bonitos de lámina, algunos de bella estampa y astifinos, pero con una extraña mezcla de fiereza, mansedumbre, nobleza, bronquedad, falta de casta, invalidez y sosería en sus entrañas, de modo que no hubo toro para la emoción; ni siquiera para el gozo de una faena medio qué…
No se hizo presente el triunfo, pero sí el instante de esa belleza imperceptible que se desprende del oficio, la firmeza, la seguridad y la hondura de un torero que, en el océano de la decepción, se siente artista y lo muestra a los cuatro vientos.
Eso ocurrió con Octavio Chacón, que no tuvo oponentes para alcanzar la gloria, pero sí ocasión para mostrar un estado de torería impresionante.
Salió el segundo de la tarde, con dos alfileres por pitones; el torero lo esperó en la raya del tercio y allí le mostró el capote —¡mira!— a la distancia justa, sin aspavientos ni prisas, con dulzura, sin ánimo de molestar y se lo llevó toreando hasta las tablas y, de ahí, casi hasta el mismo centro del ruedo, templando la embestida, enseñándole a embestir… Y la plaza lo aclamó cuando el toro se quedó en los medios con la lección aprendida.
Después del primer puyazo, otra vez capote en mano, dibujó dos verónicas cortas en el espacio y preñadas de empaque y, como una guinda, una media arrebujá larga, larga y lenta, como hecha a propósito…
Y ahí quedó el conocimiento y el empaque de un torero que viene dispuesto a deslumbrar esta temporada.
Después, otra lección de poderío con la muleta, en la que no destacó el lucimiento y prevaleció la quietud, la torería, el valor, siempre cruzado el torero, entre los pitones… Y todo se apagó en el trance final, en la suerte suprema. Falló reiteradamente y se seccionó con la espada el aparato tensor del tercer dedo de la mano izquierda y fue asistido en la enfermería bajo anestesia local.
Se corrió turno, pero volvió al ruedo para lidiar a su segundo toro, corrido en último lugar. Bravo en el caballo en las dos primeras entradas, se cambió el tercio tras una larga espera para un tercer puyazo imposible y el animal llegó soso y sin alegría al tercio final. Lo intentó Chacón por ambas manos, pero Correlindes se había dejado toda su alma en el encuentro con el picador, al que derribó del caballo.
Otro momento de interés lo onizó Fernando Robleño ante el cuarto de la tarde, corto de embestida y noble de corazón; tanto que le permitió al madrileño trazar un manojo de naturales desbordantes de gracia. Pero no hubo más.
El mismo artista que desparramó torería en esos instantes se vio superado por el primero, complicado, sí, de embestida descompuesta, también, y que se erigió en vencedor de la pelea porque quedó la impresión de que Robleño no quiso más que un intercambio de golpes.

Lucía ese toro unos pitones de miedo y mostró su dificultad en los primeros compases de la lidia; manseó en el caballo, colaboró con Jesús Romero en la colocación de dos buenos pares de banderillas y llegó a la muleta con la cara a media altura, el freno en las pezuñas y el fastidio en su comportamiento. Lo probó su lidiador y prefirió pasar página.
Y el peor parado de la tarde fue Pepe Moral. No fue el suyo un lote para la confianza con los engaños, pero destacó más la aparente indefinición del torero que las dificultades que les presentaron sus toros.
Deslucido fue su primero, bronco y espeso, y Moral dio la impresión de estar loco por coger la espada y acabar con aquella historia cuanto antes; y así lo hizo. En cuanto pudo, amagó con dirigirse a las tablas y solo desistió cuando escuchó pitos de repulsa. Pero se le vio a la defensiva y esa no es una buena perspectiva.
Parecía que el sexto, lidiado en quinto lugar, podía ser el toro de la corrida. Humilló y arrastró el hocico por la arena desde su salida al ruedo, pero le fallaron con estrépito las fuerzas. Y el torero, además, no estaba en su salsa, pinchó en demasía y escuchó unos lacerantes pitos.
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