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Efemérides de San Fernando de Henares, 25 de febrero. Fallecimiento de Pablo Antonio José de Olavide y Jaúregui

25 de febrero de 1803

Nacimiento de Pablo de Olavide



El 25 de enero de 1725 nacía en la capital del Perú Pablo de Olavide y Jáuregui, primogénito de la familia del hidalgo navarro Martín de Olavide -contador mayor del Tribunal de Cuentas de Lima- y María Ana de Jáuregui. Era su madre hija del capitán sevillano Antonio de Jáuregui, avencidado en Lima, que había casado con una joven limeña, María Josefa. Dos hermanas tuvo nuestro hombre: Micaela y Josefa.

Fue bautizado en la parroquia del Sagrario el 7 de mayo siguiente con el nombre de Pablo Antonio José, siendo apadrinado por su tío materno Domingo de Jáuregui, que habría de jugar un papel importante en su vida.

Antes de los diez años estaba ya el niño estudiando en el Real Colegio de San Martin, de Lima, dirigido por los jesuitas. Inteligente y precoz, a los quince años se graduó como Licenciado y Doctor en Teología por la Universidad de San Marcos, en la que dos años más tarde -después de alcanzar el doctorado en ambos Derechos- era catedrático, por oposición, en la Facultad de Teología.

A este meteórico ascenso en la carrera universitaria hay que añadir su participación en la vida jurídica del país, ya que fue recibido como abogado en la Real Audiencia de Lima en 1741, de la que llegó a ser nombrado Oidor en 1745, después de haber jurado el cargo de asesor jurídico del Ayuntamiento limeño. En opinión de Aguilar Piñal, tal encumbramiento antes de haber cumplido los veinte años de edad, por fuerza había de responder a otros "méritos" que los puramente intelectuales y académicos. Quizás pudiera explicarse por el alto cargo que ostentaba su padre, las indudables influencias de la alta burguesía en cuyo seno se desenvolvía la familia Olavide, y la protección de los jesuítas a su antiguo colegial. Pero también es cierta y conocida la venalidad de los cargos, la corrupción administrativa y la arbitrariedad de la jerarquía civil, y aun eclesiástica, en los virreinatos americanos, tal como son descritos por Jorge Juan y Antonio de Ulloa en las Noticias secretas dirigidas al marqués de Ensenada, e inéditas en España hasta 1918.

El terremoto de 28 de octubre de 1746, que destruyó casi por completo la ciudad de Lima, revelaría la personalidad de Olavide, de conciencia poco escrupulosa en sus primeros años, más atenta entonces al bien propio que al de sus semejantes, lo que atormentaría su espíritu hacia el final de su vida. En estas circunstancias se aprovecharía de la situación, como hizo su mismo padre, para enriquecerse. Había sido designado por el Virreinato para administrar los bienes de los fallecidos en el terremoto. Sin embargo, parece que utilizó parte de este patrimonio de los muertos en contruir el primer teatro de la capital peruana. Para agravar más las circunstancias, con su pensamiento racionalista, intentó consolar a las víctimas del sismo con explicaciones científicas de ese fenómeno natural, lo que no gustó nada a la autoridad eclesiástica.

El padre de Olavide huyó a España, dejando muchas deudas y un enorme depósito de paños castellanos sin pagar, con los que antes comerciaba. El hijo liquidó todas esas mercancías pero no pagó las deudas que había heredado, alegando la muerte de su progenitor. En tal situación, el perjudicado era su tío Domingo de Jáuregui, que había firmado como fiador de su "difunto" cuñado. Decidido a no perder su dinero ordenó una investigación en las cuentas de su sobrino, comprobando la existencia de más de 40.000 pesos, concedidos en calidad de préstamo a un armador de barcos. Salió entonces en defensa de Olavide el marqués de Casa Calderón, Regente del Tribunal de Cuentas, intentando salvarle con una torpe mentira, que fue pronto descubierta. Previendo su desgracia, Olavide da los más pasos más graves: soborna al inspector de sus cuentas y destruye el acta notarial del préstamo, arrancando la hoja del libro de registros. La tempestad parece calmada, pero el Consejo de Indias actúa con firmeza. El notario es encarcelado y Olavide y Casa Calderón son desterrados a 15 leguas de Lima. La sentencia estaba fechada el 14 de octubre de 1750.

Pero Olavide ya no estaba en Perú. En septiembre de 1750 había embarcado rumbo a España, aunque con detenidas escalas en varios puertos de la costa sudamericana, donde afianzó su pingüe negocio. Llegó, por fin a Cádiz, en junio de 1752, desde donde pasó a Sevilla y Madrid con cartas de recomendación de su "íntimo amigo" el marqués de la Cañada, unido a él, sin duda, por lazos comerciales.

No debemos perder nunca de vista esta doble personalidad del futuro "afrancesado", que explicará tantos aspectos fundamentales de su actuación posterior, y provocará los tendenciosos comentarios de algunos historiadores, que intentan justificar con ello las persecuciones que hubo de sufrir Olavide en su azarosa y casi novelesca historia.

La llegada a Madrid en octubre de 1752 no fue nada afortunada. El fiscal de Indias proseguía la investigación de la causa, y ordenó el 19 de diciembre de 1754 el encarcelamiento del peruano y la confiscación de todos sus bienes. Al poco tiempo fue puesto en libertad condicional por razones de salud. Hubo, en un principio, la pretensión de dar en él un duro escarmiento a la corrompida administración colonial, pero después de muchas deliberaciones -y gozando ya Olavide de libertad provisional- se determinó imponer un perpetuo silencio a la causa, en mayo de 1757, no sin antes condenarle a la suspensión de su cargo de Oidor de Lima por una duración de diez años y a mantener la confiscación de cuanto poseía (1).

Pero la novelesca biografía del inquieto peruano no había hecho más que comenzar. Antes de ser dictaminada la sentencia anterior, Olavide había dado dos afortunados pasos en su pintoresca existencia: su ventajoso matrimonio y el ingreso en la Orden de Santiago, la más ilustre de las Ordenes militares españolas.

Mientras permanecía en libertad condicionada, bajo la fianza de su tío Domingo de Járegui, en el pueblecito madrileño de Leganés intimó en sus relaciones con una acaudalada viuda cincuentona, Isabel de los Rios, quien, aun antes de unirse sacramentalmente con el apuesto criollo de treinta años, le hizo donación de toda su fortuna, modificando así, radicalmente, el destino de Olavide.

Con este dinero pudo, en efecto, pagar las elevadas tasas de ingreso en la Orden de Santiago, buscando un acercamiento a las clases privilegiadas de la Corte, que le habría de servir para sus ambiciosas pretensiones. Pero, además, esta desahogada posición económica le permitió seguir dedicándose a importantes operaciones comerciales y a realizar un querido deseo de juventud: viajar detenidamente por Europa (aunque esto llevase implícito el abandono temporal de su generosa y reciente esposa).


Voltaire fue admirado por Olavide y el autor francés más traducido por el peruano, quien fue su huésped en la finca "Las Delicias". (Museo del Louvre)


Durante sus prolongadas estancias en el extranjero (entre 1757 y 1765) entró en contacto con la alta burguesía comercial de Francia y de Italia. Visitó Marsella, Lyon, Florencia, Roma, Nápoles, Venecia, Padua, Milán y finalmente París, donde se estableció, no sin antes detenerse varios días en "Les Délices", como huésped de Voltaire, por quien sintió una admiración nunca desmentida. En estos viajes reverdecía su espíritu vanidoso, de escasos escrúpulos, haciéndose pasar por sobrino del Virrey del Perú y marqués de Olavide o conde Pilos, siempre respaldado por la credencial de sus ventajosos tratos comerciales y de su lujoso tren de vida. En suma, en estos años, como viajero activo y eficaz, se pone al día de cuantos adelantos técnicos y económicos hacían de Francia la nación más brillante de Europa. Su "afrancesamiento" es un hecho indiscutible, que condicionará su futura actuación en los medios "ilustrados" españoles.

El primer motivo de recelo de la Inquisición hacia la persona del enriquecido peruano fue de orden intelectual. En 1768 llegaron al puerto de Bilbao 29 cajas de libros franceses, con un total de 2.400 volúmenes, entre los que figuraban muchos prohibidos, incluso para quienes poseyeran licencia especial. El destinatario era Olavide, quien los hizo reexpedir a Sevilla, a su nuevo domicilio del Alcázar. Con esta base inicial y las sucesivas compras en el extranjero de novedades bibliográficas, más la suscripción a las Gacetas más importantes de París, Leiden y Amsterdam, el Intendente, Asistente y colonizador se procuró una información de primera calidad y continuó en la península su proceso de afrancesamiento, tan pernicioso a los ojos del Santo Oficio. Como hace destacar Defourneaux, estudiando el catálogo de su biblioteca: "compró todo lo que se leía en los géneros más diversos, desde las grandes obras que jalonan la evolución intelectual del siglo, hasta los éxitos del día, las obras de los novelistas en boga que duermen hoy, olvidadas, en los estantes de las grandes bibliotecas públicas". Precisamente esta figura de intelectual "a la moda", insólita en los anales de la política española, atraía las miradas suspicaces, la murmuración y el recelo del espíritu inquisitorial, tan arraigado en ciertas capas de la sociedad del antiguo régimen.

En 1762 el abogado don Pedro Rodríguez Campomanes es nombrado fiscal del Consejo de Castilla, cargo desde el cual hará oir su voz, erudita y firme, con un sentido innovador que tropezaría en múltiples escollos de instransigencia fanática o interesada. Campomanes y Múzquiz -el ministro de Hacienda- hacen amistad con Olavide, y cuando llega al poder el conde de Aranda en 1766, tras el motín de Esquilache, recomiendan el nombre de don Pablo, cristalizado ya en la alta sociedad de la corte, para incorporarlo a las tareas de gobierno, al frente del Hospicio que se había proyectado para recoger a pobres y vagabundos:

"Como al principio se creyó que los que habían dado más crédito y fomento al alboroto eran los vagos y los mendigos, de que estaban las calles infestadas, se acordó que convendría encerrarlos a todos en una casa fuerte donde estuviesen recogidos y donde, aplicados a fábricas, se convirtiesen en hombres útiles. Esta confianza parecía en aquellas circunstancias difícil y de mucha importancia. A mí me la dieron"

Así se expresaba Olavide, con palabras que transcribe Defourneaux. Esta política de encierro como solución a un problema social de inadaptación, en un momento de grave crisis laboral, es típicamente despótico y responde a una mentalidad de la época, todavía clasista y autoritaria.

Con este motivo ocupa el criollo limeño, perseguido y encumbrado a un tiempo, su primer cargo político. El 27 de mayo de 1766 inspecciona, en compañía del conde de Aranda, la residencia real de San Fernando (a dos leguas de Madrid), lugar elegido para la instalación del nuevo Hospicio general. Al mes siguiente se hacía cargo también del Hospicio que ya funcionaba en Madrid.

Con el celo y entusiasmo que puso siempre en las tareas encomendadas, activó de tal manera el funcionamiento de ambos centros que en el mes de septiembre ya tenía recogidas más de mil personas en San Fernando, a las cuales dio ocupación según su sexo y condición. Las mujeres eran empleadas en trabajos de costura; los ancianos y jóvenes en las dieciséis máquinas de hilar y tejer que instaló dos meses después; los varones maduros colaboraron en la renovación del edificio. Los enfermos o inválidos permanecieron en el Hospital de Madrid.

Gracias al éxito de su gestión como director del Hospicio madrileño, Olavide se había granjeado a los pocos meses la admiración y simpatía popular. Esto se tradujo en la elección que recayó sobre él, a comienzos de 1767, como "síndico personero" del Ayuntamiento de Madrid. El rey aceptó la compatibilidad de ambas funciones y el 5 de enero juró su nuevo cargo.

La escasez de españoles preparados para las tareas de gobierno iba a resultar favorable al dinámico americano, que veía crecer vertiginosamente la estima y confianza que en él depositaban el rey de España y sus ministros. Aureolado por su fama de buen conocedor de las novedades que alentaban el progreso europeo, Olavide vino a ocupar sucesivamente puestos de gran responsabilidad, para los que no se hallaba a nadie capacitado, con suficientes garantías de éxito.




La caída de Olavide




Olavide ha llegado a la cumbre de su carrera política, pero la desgracia va a dejar caer sobre él su mano implacable, esta vez por obra de los celosos miembros del Santo Oficio.

Desde su llegada a Sevilla, la Inquisición, como sabemos, tenía puesta la mirada en él, y había seguido en secreto un lento proceso de información sobre su conducta, que concluyó finalmente con su acusación, encarcelamiento y condena. Los testigos que más sañudamente depusieron contra él fueron eclesiásticos: el padre Manuel Gil, de los clérigos menores; fray José Gómez de Avellaneda, agustino; y en especial, fray Romualdo de Friburgo, capuchino alemán de las Nuevas Poblaciones, de quien el propio obispo de Jaén dijo que era de "carácter duro, terco y siempre llevado a meterse donde no le importa"; fue el fraile quien le denunció formalmente a la Inquisición. La activación del proceso tuvo lugar a fines de 1775, en que el Asistente fue llamado a Madrid. Un año después, el 14 de noviembre de 1776, fue conducido a la cárcel de la Inquisición, pero la sentencia se hizo esperar otros dos años, en que nadie supo de la suerte que corría el antiguo confidente y colaborador ministerial.

Las acusaciones se centraban en el terreno religioso: defendía la moralidad del teatro y de los bailes; despreciaba las minuciosas prácticas de devoción, tan queridas al pueblo sevillano; poseía libros prohibidos y pinturas lascivas; se burlaba del celibato eclesiástico; era demasiado libre en sus juicios religiosos y no se recataba de manifestar sus opiniones críticas en tan delicado terreno. Su afición al teatro popular será utilizada como arma arrojadiza contra él tras su revolucionario Plan de Estudios de la Universidad de Sevilla, que, entre cosas, desterraba a los frailes de la enseñanza universitaria. Así vemos en 1773 como Fray José Gómez de Avellaneda, agustino, paladín de las reinvidicaciones de los regulares, escribe a la Inquisición sobre la "impiedad" del Asistente Olavide:
"Es común voz y fama que es desafecto a todo el estado eclesiástico secular y regular; también a cosas de devoción. Varias veces he oído que habla mal de las mujeres de Sevilla por las asistencias los templos a hazer novenas debotas a Dios y a sus santos, confiando en que con tiempo irán dejando eso e irán a la comedia. Es público el empeño que en promoverlas ha tenido. También se dice que ya no ay más estorvo que algunos frailes ignorantes que predican contra ellas, pero que ya se remediará todo ... Hombre deista sin religión, que sólo cuida de lo del siglo presente y sus diversiones, como si después de ésta no hubiese otra vida"


La severa sentencia impuesta por la Inquisición, el 24 de noviembre de 1778, se realizó a puerta cerrada. El acto es universalmente conocido con el nombre de "Autillo de Olavide". En él se le declaró "hereje, infame y miembro podrido de la Religión". Se le condenó a exilio perpetuo de veinte leguas de Madrid, de las residencias reales, de Lima, de Andalucía y de los Nuevos Establecimientos de Sierra Morena; a ocho años de reclusión en un monasterio, bajo las órdenes de un director de conciencia, que le enseñaría todos los días la doctrina y los dogmas de la fe católica, que le haría confesarse, oír misa, rezar el rosario y ayunar todos los viernes durante un año si el estado de su salud se lo permitía. Además, le haría leer las obras de fray Luis de Granada y del P. Segneri. Como infame no podría jamás ceñir la espalda, ni vestir hábito de oro, plata, pedrería ni seda, sino solamente telas ordinarias de color amarillo; sus bienes quedaban confiscados y él mismo y sus descendientes hasta la quinta generación eran excluidos de todo empleo público.

Al día siguiente de su condena, Olavide fue trasladado al monasterio de Sahagún (León) para cumplir su penitencia, pero la rudeza del clima hizo que se le trasladase al convento de capuchinos de Murcia en el verano de 1779, desde donde pasó, en diversas etapas, a Almagro (Ciudad Real) y después a Caldas (Gerona) para una cura de baños. Aprovechando la proximidad de la frontera, el antiguo Asistente, achacoso por sus males de gota, huyó a Francia, perseguido de lejos por los ya poco eficaces sabuesos del Santo Oficio. Perpignan, Toulouse, Ginebra, París son etapas de esta vergonzosa huida, que le hace más y más atrayente a los ojos de Europa.

En España, mientras tanto, se hacía burla cruel de su persona y de su obra. Un denigrante libelo, titulado "Vida de don Guindo Cerezo", corría de mano en mano, principalmente por los conventos sevillanos, en diferentes versiones manuscritas, que hubieron de ser prohibidas judicialmente por las injurias que vertía contra el antiguo y fiel servidor de Su Majestad. Su autor parece ser el ya citado agustino fray José Gómez de Avellaneda.

Diecisiete años duró el exilio en Francia, durante los cuales renació en Olavide la vanidad fastuosa, el gusto por la conversación y el trato galante, pero también el sentimiento religioso, herido por quienes, habiendo hecho profesión de caridad y humilde servicio apostólico, tenían a gala la destrucción moral de un presunto culpable, con desprecio absoluto de las más elementales normas de respeto y consideración a la dignidad del acusado, víctima casi siempre de la envidia, el rencor o la venganza de sus semejantes. Fue bien recibido por los enciclopedistas franceses. Diderot pronunció un famoso discurso sobre su figura ante la Asamblea General; Voltaire dijo de él: "Vos y cuarenta como vos necesita España". Vivió la revolución francesa y la Convención le nombró ciudadano de honor.

Olavide vivió muy de cerca los tristes sucesos de la Revolución francesa, que tanto impresionó su sensible espíritu. Pero en la época del Terror, abril del año 1794, fue detenido acusado de extranjero sospechoso de colaborar con la aristocracia, motivo por el que pasó nueve meses en prisión, con la incertidumbre de si viviría o no. Retirado a la soledad, escribió largos poemas religiosos y una extensa obra titulada El Evangelio en triunfo (1797), fruto de la profunda crisis de conciencia que experimentó en los últimos años de su vida. La obra alcanzó un éxito fulgurante, lo que sirvió para facilitar su regreso a España.

Una vez más somos testigos de lo sorprendente de esta biografía tan fuera de lo normal, cuando Carlos IV le permite volver a España en 1798, le restituye todas sus dignidades y le concede una renta anual de 90.000 reales. Se retirará a Andalucía y renunciará los cargos públicos ofrecidos por Godoy y Urquijo, El pueblo jienense de Baeza fue testigo de sus días postreros, acogido al amparo y cariño de su prima Teresa de Arellano y Olavide, marquesa viuda de San Miguel, a la que designó heredera universal de sus bienes. Falleció el 25 de febrero de 1803, siendo enterrado solemnemente en la iglesia de San Pablo, parroquial de Baeza, donde reposan sus restos, aunque se desconoce la ubicación exacta de su sepultura.
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